lunes, 23 de abril de 2007

Freak Show



I
Desenamorarse no es fácil. Aunque una crea que está bien, terminar una historia, acostumbrarse a la ausencia, empezar una nueva rutina, puede traer efectos impensados. Conozco a algunas mujeres que, después de una separación, se instalan en el gimnasio, gastan fortunas en ropa y tratamientos, y se dedican a ponerse buenas. Otras rebotan como desaforadas y semi ebrias por los distintos after office del microcentro. Algunas se instalan en pijama a llorar y ver películas con Meg Ryan dobladas al castellano. Y se comen un kilo de helado y un paquete de bizcochitos de grasa por noche. O se matan de hambre hasta rozar la anorexia. Yo no llegué a ninguno de esos extremos. Y creía estar llevándolo bien: quizás por contraste con mi ruptura anterior, la gente se la pasa repitiéndome lo bien que me ve, cuánto he madurado, qué bien invertido el dinero en psicoanálisis. Pero no se dan cuenta. El proceso de la separación ha derivado a un lugar inexplicable, inesperado, tremendo.
II
Dos décadas conviviendo con cinco varones que miran canales deportivos las 24 horas no me habían hecho mella. Ahora, recién ahora, empecé a mirar fútbol. No sé cómo empezó, pero no puedo parar. No puedo asegurar que se trate de una reacción contra el Ex, que no era fanático, pero tampoco lo detestaba. Como gran parte de mi familia, el Ex es primordialmente basquetbolero, lo cual resultaba conveniente para nuestra relación: a mí me gusta el básquet, siempre miré básquet, fui muchas veces a la cancha, entiendo de estrategias, de puestos, me animo a opinar con cierta propiedad. Y siempre despotriqué contra el fútbol, que al lado del espectáculo del básquet, de la adrenalina, de la belleza de los movimientos, no tenía nada que hacer. Una idea que todavía sostengo.
III
Pero no puedo evitarlo. Ahora no sólo miro el resumen de los goles, o los momentos más interesantes del partido. Miro partidos enteros. Aburridos partidos de noventa minutos que muchas veces terminan sin que nadie haya marcado un miserable tanto. También miro programas de fútbol producidos por canales de cable misóginos: mesas redondas donde ex jugadores, ex árbitros y técnicos caídos en desgracia -todos con el cabello pintado y corbatas estridentes- discuten jugadas o inventan polémicas para justificar su sueldo. Reconozco a los jugadores por su cara: no sólo a los de Boca, River o San Lorenzo, no sólo a los delanteros, o a los que están bárbaros. Leo el Olé, y espero con ansias las columnas de Varsky y Arcucci en el suplemento deportivo de La Nación. Como un viejo nostálgico, puedo recitar sin repetir y sin soplar el plantel completo de Estudiantes de La Plata que ganó el Apertura 06. Nunca había pensado que tuviera un problema hasta esta noche, cuando caí en la cuenta de que mi combo favorito de los lunes está compuesto por el programa de Víctor Hugo y Perfumo + Grey’s Anatomy. Qué será de mí: soy un monstruo. Suerte que tengo un blog para desahogarme: si no, a quién podría contárselo.

lunes, 9 de abril de 2007

Herramientas


I
Cuando algo mecánico, eléctrico o de plomería se rompe, no sé qué hacer. Será que por haberme criado entre varones (cinco, entre padre y hermanos) nunca me vi obligada a aprender, siempre había alguien que sabía hacerlo y además le gustaba, o -por esta cuestión de los roles inculcados de la que siempre renegué pero sin embargo- se le pedía a otro que lo resolviera antes que a mí. La cuestión es que cada vez que pierde una canilla, falla el calefón, la tostadora, el televisor, un enchufe, o lo que sea, entro en pánico, me desespero, grito. Me bastan dos minutos para hacer retroceder cien casilleros las conquistas de independencia y autodeterminación conseguidas por el sexo femenino en los últimos doscientos años. En esos momentos críticos, padre y hermanos han contraído la costumbre de tratarme con la condescendencia destinada a un niño molesto, a un pariente tonto, o a una mascota demasiado confianzuda.

II
La semana pasada me quedé de un momento a otro sin señal de Internet. Llamé al proveedor y, después de minutos eternos de música funcional, un joven operador al que casi podía verle el rostro lleno de acné juvenil a través del teléfono me dio un número de reclamo y me anunció que recién podrían pasar por casa hoy por la mañana, es decir, seis días más tarde.

III
Llegan media hora antes de que sea la hora de irme: descubro que el chico que viene a arreglar el cable es el mismo que un año atrás vino a instalarlo. Es alto, tiene ojos celestes, es simpático. Me acuerdo bien de él: antes habían venido otros dos grupos de instaladores que, cuando comprobaron que traer la conexión a mi edificio requería de una complicada maniobra desde el edificio de al lado, huyeron para evitarse problemas con el difícil gremio de los encargados. Este, en cambio, fue el que habló con los porteros de los dos edificios, cruzó la medianera, y me instaló el cable y la banda ancha en un abrir y cerrar de ojos.

IV
Ahora me saluda y me dice que se acuerda. Lleva el pelo castaño largo hasta la cintura atado en una cola de caballo. Es resuelto, práctico, decidido. Trae una caja de herramientas, la ropa de grafa, las botas con suela aislante. Trae a un ayudante bajito, un Robin que me dice que él también estaba la primera vez, pero yo de él no me acuerdo. Revisan la conexión y dicen que es un problema de baja señal: me alivia confirmar que yo no rompí ni arruiné nada. Desde mi ventana veo al Muchacho del Cable treparse con agilidad a la terraza vecina y hacerme una seña de que está todo bien: el problema era de ellos -la maldita compañía que cada mes debita dinero de mi magra cuenta bancaria- pero esto no impide que yo experimente hacia él una infinita sensación de gratitud.
V
El Muchacho del Cable y su fiel ayudante se van; después de que bajo a abrirles, me prometo tomar las riendas de mi propio destino y anotarme pronto en un curso básico de electricidad, o -al menos- prestar más atención la próxima vez que vea a uno de mis hermanos arreglar algo. De lo contrario, me temo que terminaré enamorándome por las razones equivocadas del primer valiente que se ofrezca a cambiar el cuerito que pierde en la canilla del baño.