lunes, 21 de mayo de 2007

Elecciones




I
Ayer llegó a Buenos Aires mi tío, el marido de la única hermana de mi madre, y organizamos una cena familiar para recibirlo. En la mesa, mi tío comenzó a contarnos los últimos chistes que le hacen con mi tía al nuevo novio de mi prima la menor. Chistes tontos, que si yo intentara reproducir aquí perderían por completo su efecto y sonarían a cargadas entre estudiantes de primaria. Pero el punto es que mi tío y su mujer son gente muy graciosa, con un sentido del humor activo, que alimenta y forma parte de su vida cotidiana.
II
Mi tíos están juntos hace unos cuantos (¿30?) años, tienen miles de diferencias que no intentan ocultar, y han pasado como todo el mundo por situaciones lindas pero también muy traumáticas, pero forman una de las parejas más sólidas e interesantes que conozco, y creo que en la base de su éxito ocupa un lugar fudamental el sentido del humor. Cuando hay público, funcionan casi como un dúo haciendo stand up comedy: hay contrapunto, hay un timing, hay una sincera sorpresa cuando al otro se le ocurre algo que hace reír.
III
Quizás porque les tocaron padres que tienden a la melancolía, mi tía y mi madre son mujeres cuyo sentido del humor les permite reírse de todo, pero ante todo de sí mismas. Aunque no hay muchas otras cosas en las que me parezca a mi madre, me doy cuenta de que sí repito ese rasgo. La primera vez que llevé al Ex a la casa de mis viejos, aunque no me lo dijo en estos términos, sé que la única persona de mi familia que entendió qué hacía yo con él fue ella . Ex no es una persona particularmente sociable (más bien todo lo contrario) ni particularmente brillante, ni es guapo de una manera obvia (aunque para mí sí lo sea). Pero es, o era, seguro, alguien con una gran capacidad para arrancarme una carcajada con poco esfuerzo. Y esto, a la hora de detectar o acercarme a alguien del sexo opuesto, para mí es fundamental. Habrá mujeres que busquen seguridad emocional, económica o policíaca, otras estarán interesadas en el talento artístico del hombre en cuestión; alguna querrá que le provean certezas intelectuales. Yo, en cambio, no puedo ni pensar en arriesgarme a meterme en la cama con un tipo que no va a saber tomarse con humor las situaciones ridículas e inesperadas que se presentarán inevitablemente.

Ya saben, entre Steve Carrell y Brad Pitt no tengo dudas de a quién elegir.

sábado, 19 de mayo de 2007

Inmortal


I
Me enamoré de P. la primera vez que lo vi. El aún no había traspasado el marco de la puerta del aula, todavía no se había sentado ni disculpado con la profesora por haber llegado tarde, y yo ya estaba completamente perdida. En las siguientes clases, mis estrategias para acercarme funcionaron. Supe casi enseguida que tenía una novia en La Plata: se habían conocido un par de años atrás en unas vacaciones y él viajaba a verla los fines de semana. En lugar de alejarme, de buscar otros compañeros para hacer el trabajo en grupo y continuar con mi vida como cualquier persona normal, en ese momento no tuve mejor idea que quedarme allí. Y convertirme en su mejor amiga.
II
Por esa época yo todavía creía que Mario Benedetti era un buen escritor y eso de “mi estrategia es entonces más directa y más simple/que un día cualquiera/no sé cómo ni con qué pretexto/por fin me necesites” sonaba convincente, adecuado y hasta emocionante. Durante el año siguiente, pues, con los consejos del señor Benedetti, me dediqué a hacerme imprescindible. Hasta me hice amiga de su mejor amigo, un sujeto desagradable que estaba de novio con una maestra jardinera alta y bonita, pero atendía a varias amantes entre clase y clase en algún hotel alojamiento vecino a la facultad. Mientras tanto, P. y yo pasábamos el tiempo en algún bar cercano, o en su casa, o en el cine, o en cualquier parte donde él decidiera que teníamos que ir, porque yo, a esa altura, había perdido por completo la capacidad de discernimiento.
III
La novia de P. se llamaba Cecilia, pero todo el mundo la conocía como Juana. Su propia familia había empezado a llamarla así de chiquita, en honor a la reina de Aragón y Castilla conocida por su carácter irascible y sus bruscos cambios de temperamento. Para mí, sin embargo, Juana no era una enana demandante y eléctrica, sino todo aquello que yo no era: bailarina, delgada, grácil, novia de P. Cuando comenzaron las vacaciones de verano, aconsejada o casi obligada por mis amigas, que ya odiaban a P. a pesar de su aparente bondad, comencé unos débiles intentos por alejarme. Pero, como pasa con cualquier adicción, bastaba con un llamado suyo para que yo cayera otra vez.
IV
Cuando llegó la época de inscripciones, P. me llamó para anotarse en materias conmigo. Yo había jurado año nuevo vida nueva, así que contesté con evasivas hasta que él insistió tanto que tuve que decirle el horario y la comisión de una de las materias. A los pocos días, P. volvió a llamarme. Su voz esta vez sonaba rara: corté con Juana, me dijo, necesito verte. Mientras las piernas me temblaban, yo salí corriendo para encontrarme con un P. angustiado y lloroso que, lo había dicho por teléfono, necesitaba hablar con alguien. Aunque yo escuché que me necesitaba a mí.
V
Estaba claro que su relación estaba terminada, por lo que casi enseguida P. comenzó a sentirse mucho mejor. No estaba tan claro, en cambio, cuál sería mi lugar de ahora en más. Una cosa era escuchar sobre la enana déspota y otra muy distinta, por ejemplo, oír de la estúpida rubia teñida de la facultad con la que había terminado a los besos en la última fiesta. La semana en que empezaban las clases, P. me llamó para decirme que ese jueves no hiciera planes para después de cursar, quería llevarme a un bar irlandés que había conocido hacía poco. El jueves salimos, dijo. Yo escuché: el jueves salimos los dos solos.
VI
Fui a la facultad producida como para una fiesta. Mi remerita turquesa, mis zuecos altísimos de plataforma, mi jean preferido. Me maquillé lo más sutilmente que pude. La clase era un teórico multitudinario y aburridísimo, y en un momento P. me hizo una seña y me dijo: nos vamos ya. Nos levantamos delante de todo el mundo, dejamos a todos esos estudiantes apretujados y partimos a ese bar tan maravilloso que yo tenía que conocer.
VII
P. me trajo una cerveza artesanal para que probara y nos acomodamos en un rincón. La banda en vivo tocaba covers de U2. Me dijo que se había dado cuenta de que yo no quería anotarme con él en las materias. Yo no me atreví a decirle que sí, así que respondí que nada que ver. Seguimos tomando cerveza como si nada, mientras yo pensaba que había dejado pasar el momento adecuado. Pero enseguida supe que de todos modos ya era demasiado tarde, y que nunca habría lugar y momento adecuado para lo que yo tenía que decir, así que junté valor y hablé. Le dije que era cierto que no había querido anotarme con él, y después le dije todo lo demás.
VIII
El me abrazó un rato largo, dijo muchas veces “soy un boludo”. Me acuerdo de que en un momento yo empecé a llorar y creo que él también lloró un poco. También me acuerdo de que después nos fuimos del bar y empezamos a caminar y mientras íbamos por la Nueve de Julio se rompió la tira de mi sandalia negra de plataforma, pero que en lugar de tomar un taxi seguimos caminando -yo rengueaba y él me llevaba del brazo- las treinta o cuarenta cuadras que separan el microcentro de mi casa. Al llegar a la puerta, él evitó mirarme a los ojos cuando me dijo: “Sabés que si no pasó hasta ahora, es porque nunca va a pasar”.
IX
Demasiado alterada como para procesar la última frase, entré y llamé a mis amigas, que estarían esperando novedades. Sentía que acababa de hacer algo tremendo. A pesar de que en el fondo había sabido siempre cuál era la respuesta, me había lanzado sola al abismo, me había tirado al vacío sin paracaídas, me había golpeado voluntariamente la cabeza contra las piedras y había sobrevivido. Me sentía fuerte, poderosa. Soy inmortal, chicas, les dije cuando me atendieron el teléfono medio dormidas a las cuatro de la mañana. Sentía que, de allí en más, en materia de amor nada peor me podría pasarme. De alguna manera -aunque no exactamente de la manera en que yo creía en ese momento- tenía razón.

martes, 1 de mayo de 2007

Feliz coincidencia


I
Muchos años atrás, cuando este siglo recién empezaba, fui de vacaciones a Florianópolis con dos de mis mejores amigas: la Dra. y R. Habíamos decidido quedarnos la última semana en un pueblito muy pintoresco en el que, una vez allí, descubrimos que no pasaba absolutamente nada. Para peor, al tercer día nos encontramos en la playa con nuestro profesor de gimnasia localizada (a cuyas clases la Dra. y yo habíamos concurrido todo el año con la mente puesta en la bikini de las vacaciones), que exigió que nos deshiciéramos del pareo allí mismo para que él pudiera comprobar el resultado de su trabajo de meses. Demás está decirlo: no le hicimos caso.
II
Pero una tarde, mientras yo me quedaba leyendo en la arena, las chicas fueron a comprar algo al único almacén del pueblo, y sucedió. Conocieron a un grupo de diez amigos, también aburridos y de vacaciones en el mismo pueblo, que pasaron más tarde por nuestra playa a visitarnos. Mientras R. elegía al muchacho que le interesaba y armaba las parejas para el truco (yo no sabía jugar y todavía no aprendí), yo me quedé conversando con otro, el único que tampoco jugaba.
III
En busca de un tema de conversación, comenzamos a sondear gustos e intereses. Nos llevó poco descubrir que habíamos leído los mismos libros: enseguida citábamos la letra de la misma canción y la línea de diálogo de la misma película. Alcoyana-Alcoyana. Sonreíamos y asentíamos ante la referencia del otro, hasta que nuestras risas empezaron a escucharse cada vez más fuerte. Tanto, que en un momento los demás dejaron de prestar atención a las cartas para mirarnos. Era obvio, era demasiado, era casi ridículo. El corazón me latía a mil por hora. Cuando ellos se fueron, mis amigas vinieron a felicitarme. Ya está, decían, es re-lindo, decían, está con vos, decían. Yo no lo podía creer.
IV
El pibe resultó ser el único de los diez que tenía novia. Hacía cuatro años. Y su cuñado, el hermano de ella, era uno más del contingente de veraneantes (uno bastante antipático, me acuerdo bien). Otra noche, R. cocinó una cena para seis, Alcoyana vino y después de cenar fuimos todos a caminar por el pueblo. El y yo empezamos a caminar más lento y nos separamos del grupo. Al doblar una esquina, camino a la playa, nos encontramos con la mirada reprobatoria del cuñado buchón, sentado en el zaguán de una casa cualquiera. Lo cierto es que ninguno de los diez intentó nada con ninguna de las tres (por esta única razón, R. eligió bautizarlos, con exquisita sutileza, como “Los Putos”) y nosotras regresamos de ese pueblo bronceadas y despejadas, pero sin ningún prospecto interesante y apenas con alguna difusa promesa de reencuentro en Buenos Aires.
V
Fue entonces cuando decidí hacer prevalecer mi lado racional y no volver a dejarme deslumbrar por esas cosas. Las coincidencias que ponen la piel de gallina, en el fondo no dicen nada salvo que pertenecemos a una clase social y económica similar, que tenemos edades parecidas, y que estuvimos expuestos a los mismos estímulos más o menos por la misma época. Los hombres con los que salí después, tenían, por lo general, intereses diferentes. Su planilla de gustos nunca fue una fotocopia de la mía. Eso me sirvió para aprender a valorar cosas distintas, me dejé influenciar por ellos en algunos aspectos y creo que también viceversa. Ya no suena ninguna alarma dentro mío si alguien más adora el disco de Antony and The Johnsons, o es el otro fanático de la serie que nadie más mira. Ya no me sale. Aunque, quién sabe, a lo mejor debería.