martes, 26 de junio de 2007

Discriminación


I
Digámoslo de una vez: el muchacho de la librería es guapo, y todo indica que gusta un poco de mí. Cada vez que entro, aunque todos los demás empleados estén libres, y él esté detrás de la caja, el chico de la librería se adelanta a atenderme. A veces me detengo en la vidriera y él sale a la calle a conversar conmigo. O, si está lejos y atendiendo a alguien, me saluda desde adentro con gestos exagerados.
II
Yo vivo muy cerca y cada vez que paso miro la vidriera, porque si hay algo en esta vida que amo son las carteras y los libros, y los libros siguen siendo mucho más baratos que las carteras. Al menos, que las carteras que me gustan mí.
III
Como no quiero que crean que soy una merodeadora, cuando entro, cada tanto, siempre es con intenciones de comprar algo. Y ellos sólo venden libros. Hace unos días entré a buscar uno de una autora que tenía ganas de leer desde hace tiempo: las obras completas de Dorothy Parker en una edición de bolsillo. No me di cuenta de que llevaba en la mano el otro libro que estaba leyendo, uno de Coetzee, autor que me había recomendado mi amigo el librero, que en cuanto se acercó me lo hizo notar.
IV
Enseguida comenzamos a hablar del autor, de las situaciones reales que narra, y entonces él quiso mostrarme un libro de ensayos sobre Africa que cita como fuente a esta misma novela. Cuando me acercó el libro, escrito por un antropólogo español, vi con sorpresa que el prólogo estaba firmado por Samuel Eto’o.
Lógicamente sorprendida, le pregunté:
-¿Samuel Eto’o, el del Barcelona?
-Y, debe ser de Barcelona –dijo él con naturalidad– el autor es de ahí.
El pibe no tenía idea de quién es Eto’o: le expliqué que es un jugador camerunés de fútbol, que juega en el equipo de esa ciudad, uno de los clubes más poderosos del mundo.
-Ah, no, yo de fútbol nada, dijo él sin un mínimo de pudor.
Por detrás mío, entre las estanterías, sentí correr una pequeña ráfaga de decepción. Pagué mi libro con un generoso descuento, me despedí amistosamente del muchacho y me fui.
V
Al llegar a casa me pregunté:
–¿Puedo discriminar a un hombre alto, guapo, aparentemente interesado, culto, sólo porque no sabe de fútbol?
–Aparentemente sí, puedo.
Ya ven, en esto me he convertido en seis meses de soltería.

domingo, 3 de junio de 2007

Wedding planet


I
Anoche tuve una pesadilla. Soñé que me casaba con Ex. Soñé que Ex, seis meses después de nuestra separación, volvía del pueblo donde ahora vive para casarse conmigo. Volvía como si nada: aparecía, me tomaba de la mano y me decía, bueno, mañana nos casamos. Como si tuviera que hacer un trámite cualquiera, renovar el registro de conductor o algo así. Las cosas no habían cambiado entre nosotros, y ninguno de los dos parecía entusiasmado. Por suerte, no era un casamiento con toda la pompa, pero de todos modos era casarse. En el sueño yo no quería decírselo a nadie, ni siquiera a mis viejos, y tampoco sabía cómo decirle a él que no.

II
Yo sé que desde niñas muchas mujeres sueñan con el día de su casamiento. Incluso he visto en vivo transformarse la cara de la que un segundo atrás repetía “quiero algo muuuy sencillito”, al verse por primera vez frente al espejo enfundada en corset y miriñaque. Yo también sueño, pero otra cosa. Una vez soñé que me casaban a la fuerza con un hombre mayor al que no conocía, alguien parecido a Cacho Castaña. Veía todo como en una toma subjetiva, mientras yo iba caminando por el pasillo de una iglesia con un vestido espantoso, del que sólo podía ver la falda enorme y unas desproporcionadas mangas globo de raso color blanco hielo. Otra vez soñé que me casaban con el marido de E., mi ex concubina, que en esa época preparaba su casamiento. Yo caminaba por el pasillo con los ojos llorosos, desesperada porque me estaba casando con el hombre que ama mi amiga del alma. El tampoco quería casarse conmigo. Y al llegar al altar la veía a ella, también llorando, tanto o más horrorizada que yo.

III
Meses atrás, a pocos días de haber cortado con Ex, me invitaron al casamiento de un compañero de trabajo. Un muchachito joven, que todavía ni siquiera terminó la facultad, al que sospecho casaron virgen. A mí la situación me deprimía tremendamente, por razones que no sólo podrían encontrarse en mi separación, en el hecho de que ninguno de mis amigos iba a la fiesta, o la angustia ante la juventud e inexperiencia de los novios. Mientras mis quejas aumentaban con la cercanía de la fecha, la Dra., siempre cautelosa a la hora opinar sobre vidas ajenas, incluso sobre la mía, fue terminante:
- No vayas. Los casamientos siempre te ponen mal.
-De qué hablás, le dije yo.
-¿No te acordás?

IV
Entonces la Dra. dio ejemplos. Por lo menos cinco ejemplos que abarcan los últimos siete u ocho años. Casamientos de gente muy querida en los que nunca logré divertirme del todo. Irracionales maratones durante los días previos, obsesionada por conseguir el chal indicado para el vestido, los zapatos y los aros perfectos. Bodas para las que contaba los días como si se acercara la fecha de mi propia ejecución. Escándalo mayúsculo cuando Ex (por razones bastante comprensibles) amagó con no acompañarme a la primera boda importante en mi familia.
Le digo a la Dra.:
-¿Y siempre me puse así?
-Sí.
-¿Y vos siempre lo tuviste claro?
-Y… sí.
-¿Y nunca se te ocurrió avisarme?

V
Resulta que los casamientos me descompensan. Tenga con quién ir o no. Tenga qué ponerme o no. Peor si no tengo acompañante. Y mucho, mucho peor, si no tengo qué ponerme o lo que tengo no me convence. En la siguiente sesión, le cuento todo esto a mi psicóloga. Me dice que ella también lo sabía. Que es la institución. Resulta que es la institución lo que me molesta. Es cierto que también me molestan la parafernalia, el vestido, el carnaval carioca, el exceso de comida, la ceremonia por Iglesia de gente que en su vida pisó una iglesia, el enorme gasto de dinero y la gente que va para criticar los centros de mesa y el pollo a la crema. Pero el verdadero tema es otro: como se supone que yo rechazo todo lo que tenga que ver con las instituciones, y la matrimonial es una de las más tradicionales, el casamiento me provoca esta reacción. Y, al parecer, todo el mundo siempre lo supo: hasta mi propio inconsciente. Será verdad que una es siempre la última en enterarse...