viernes, 24 de agosto de 2007

Timidez

I
Como sucede la mayoría de las veces, El Hombre De Mi Vida (EHDMV) está casado con otra. En realidad no está casado, pero sí vive desde hace años con S., amiga de la infancia de E., quien a su vez es una de mis amigas más cercanas. S. es una linda chica, pero tiene una voz irritante, es demasiado alta y se viste muy mal, y se distingue en su grupo de amigos por su carácter difícil y sus pocas pulgas.

II
EHDMV y yo nos vemos dos o tres veces por año en fechas fijas: el cumpleaños de nuestra amiga en común o del marido de nuestra amiga en común. Sin ser el chico más lindo de la cuadra, EHDMV es muy guapo, pero para darse cuenta hay que mirarlo por segunda vez. Tiene un trabajo creativo y apasionante, de esos que todos los niños sueñan hacer de adultos; tiene una media sonrisa ladeada, pícara, casi de atorrante, pero con la irascible S. es un novio abnegado y atento. Tiene, también, un gusto exquisito en música, leyó muchos libros que yo leí, y nos gustan los mismos directores de cine. Cada vez que nos ponemos a conversar, dice cosas inteligentes o bien cosas que se me podrían haber ocurrido a mí, o que me hubiese gustado que se me ocurrieran. A pesar de que nos vemos muy poco, recuerda detalles de mi vida, y pregunta cómo andan mis cosas con un interés que no parece fingido. Yo, groupie nerviosa, respondo con monosílabos, y si su novia está cerca trato de dar por terminada la conversación lo antes posible.

III
La otra tarde iba en un colectivo que no suelo tomar cuando vi que EHDMV caminaba apurado por la vereda. El colectivo se detuvo y él subió. Me vio mientras sacaba boleto, y con ladeada sonrisa pícara avanzó por el pasillo hasta donde yo estaba. Me saludó con un beso, comenzamos a hablar y la chica que estaba junto a mí le cedió su lugar para que se sentara al lado mío. Durante unas treinta cuadras, EHDMV y yo hablamos de los trabajos de cada uno y luego de nuestra amiga en común. En realidad, hablaba él, porque la mayor parte del tiempo yo me la pasé sonriendo como una mona lisa embalsamada. No mencionó a S. y yo tampoco pregunté por ella. Nos despedimos hasta el próximo cumpleaños: al bajar del colectivo, el corazón me latía a toda velocidad.

IV
No me atrevo a fantasear con que S. lo abandone a él o viceversa: mi amiga E. (que sabe de mi devoción y se divierte mucho con ella) dice que si ella y él se separasen y yo lograra conquistarlo, S. vendría a buscarme donde quiera que yo estuviese para arruinarme la vida, o directamente molerme a trompadas. La opción que más me convence es que él quede viudo, pero para eso ella tendría que morirse y, si esto ocurriera, la culpa por haberlo deseado o haber al menos jugado con la idea sería tan grande que -estoy segura- me impediría ser todo lo feliz que estoy destinada a ser con él para siempre.

V
De todos modos, hace tiempo que descubrí la verdadera razón de mi timidez frente a EHDMV: no es miedo a que se note que muero por él. El miedo real es a hacer la pregunta equivocada, obligarlo a que diga una estupidez que rompa el hechizo y entonces él deje de ser el hombre insosteniblemente perfecto que yo creo que es. Aún con su mal carácter y sus poco felices elecciones de colores y estampados, S. debe padecer manías de EHDMV que yo desconozco: tal vez él sea de los que olvidan levantar la tapa del inodoro, se deje los zoquetes puestos a la hora del sexo, arroje la toalla mojada sobre la cama después de bañarse, o tal vez –horror de horrores– EHDMV sea un secreto admirador de los berretas programas televisivos de baile en el caño.

viernes, 17 de agosto de 2007

Sobreinformación

I
Fue mi cumpleaños. Nunca hago cumpleaños, pero este año hice. Estuvo lindo, mi cumple. Cuando los festejos principales terminaron, mis amigas que tienen hijos (y no los habían traído: era un cumpleaños para gente grande) fueron las primeras en despedirse. Después se fueron los que habían venido en pareja, y quedamos unos diez, los que están solteros (entre quienes me incluyo) y dos o tres que están en pareja pero habían venido a mi cumple sin ella. De las chicas, éramos la Dra., V. y yo. El resto, amigos varones con edades que van aproximadamente desde los 25 a los 35 años. El tema principal de conversación, desde luego, las relaciones hombre-mujer.
II
En un momento, uno de ellos preguntó: -¿Cuántos días después de salir con una mina hay que llamar? Tres días, respondió otro con seguridad. Casi al mismo tiempo, otro respondió dos, y uno más, levantando la voz, dijo: al día siguiente. Alguien mencionó los mensajes de texto y entonces todos coincidieron en que lo más práctico era mandar un mensaje al día siguiente y luego llamar el día preferido por cada uno.
III
La conversación continuó. En un momento, V., la Dra y yo nos miramos. En silencio, comprendimos que estábamos ante uno de esos raros momentos, una puerta a la dimensión del mundo masculino, como esas que se abren en las películas de ciencia ficción por unos pocos minutos cada tantos años. Con sólo mirarnos, acordamos pasar lo más desapercibidas posible y escuchamos. La discusión seguía.
IV
Nos enteramos así de cosas tan útiles como:
-En qué minuto de la primera cita el hombre intenta dar un beso (una primera cita sin al menos un beso, supimos, es un completo fracaso).
-Cuánto debería durar el duelo de una relación (la mitad de lo que duró la relación, dijo uno sin dudar, pero no hubo acuerdo general).
-En qué momento conviene llevar a la chica a una reunión con amigos (porque, claro, llevarla equivale a convertirla en “la primera dama”, y a partir de allí, ella tendrá derecho a reclamar tratamiento de novia).
-Que si la chica se queda a dormir (sub-problema: ¿acompañarla o no a la casa si se va en medio de la noche? ¿es suficiente con pedirle un taxi?) ella debe retirarse del hogar del hombre en cuestión como máximo una hora y media después de haberse levantado de la cama.
V
La información circulaba: se transmitía de los mayores a los más chicos, o de los más experimentados a los más tímidos, con la certeza y simplicidad de los dogmas. Como la fija de una carrera en el hipódromo: un caballo del que nadie conoce más que el nombre, pero que concentra las chances de llegar primero. Datos concretos, casi impersonales. Alguno agradeció el consejo dado en otra oportunidad por otro de los presentes: “ahora yo hago así como dijo fulano, y me da resultado”. Entre tanto número, uno dijo, creo que en chiste: “esperen que abro una planilla de Excel y anotamos todo”.
VI
Ahí se me ocurrió. Entre la necesidad masculina de cuantificar y la femenina de decodificar, es donde se produce el colapso. Nosotras pasamos horas en reuniones grupales intentando descifrar el significado de ese gesto, comprender por qué si repitió y repitió que le gustábamos no llamó al día siguiente sino al cuarto día, o bien no llamó nunca; qué habrá querido decir con eso de “tengo un partido de fútbol el domingo a las 13:30”. Analizamos con paciencia de semiólogos cada frase, el contexto, el tono de voz, la ropa que usábamos, lo que tenía puesto él, el vino que habíamos bebido un rato antes. Horas de teléfono con nuestras amigas íntimas, litros de infusiones consumidas en reuniones destinadas a descubrir por qué y resulta que detrás no hay más que una simple planilla, un conjunto de datos que se aceptan y no se cuestionan.
VII
En un momento, se produjo un silencio. Alguien propuso ir a una fiesta. Otros decidieron irse a dormir. Yo me quedé pensando cuántas conversaciones como estas escuché en toda mi vida. De qué sirve tanta información de primera mano si, a la luz de cada nueva experiencia que se me presenta con un ejemplar del sexo opuesto, entiendo cada vez menos que antes. Quizás lo más inteligente sea evitar el exceso de información: resistir la tentación de espiar esos momentos de sinceridad masculina, y simplemente, no invertir energía en escuchar.

lunes, 6 de agosto de 2007

Reglas


I
La cuestión de la amistad entre el hombre y la mujer ha demostrado ser irresoluble. El mundo podría dividirse entre quienes creen y los que no. Y cuando algún desprevenido saca el tema, como para rellenar, por ejemplo, el súbito silencio que se produce en una ronda de mates, los dos bandos suelen trenzarse en interminables discusiones que culminan sin que nadie haya podido convencer a nadie.
II
He descubierto que hay gente que no tiene una opinión formada acerca de cuántos miembros debe tener la Corte Suprema, si es mejor jugar con línea de tres o de cuatro, o a quién debe responder la Federal. Pero, sobre este asunto, quien más quien menos tiene un punto de vista propio. Y quien más, por lo general hasta ha pensado un conjunto de reglas dentro de las cuales funciona su teoría.
III
Desde luego, yo estoy del lado de los creyentes. Digo más: el mejor amigo varón es una figura de la cual no puedo prescindir. Pero claro, para que un varón se convierta en mi amigo cercano, incluso en mi mejor amigo, la regla básica es que yo no me sienta atraída por él. Puedo querer muchísimo a mi amigo, considerarlo una de las mejores personas del mundo, y hasta decir “es lindo chico”, o “cualquier mujer tendría suerte de estar con él”, pero debo sentirme segura de que las posibilidades de confundirme sean muy pocas, o nulas. Esto reduce al mínimo las chances de que haya sexo. Si bien no las elimina -porque algo siempre puede fallar- hasta el momento esta regla me ha resultado cien por ciento efectiva. Garantizó, por ejemplo, que en épocas de tumultuosa fiesta post adolescente me haya podido despertar en la misma cama con alguien con la plena seguridad de que bajo de las sábanas tenía toda mi ropa puesta.
IV
A mi favor, debo decir que ante las novias de mis amigos soy una mejor amiga ejemplar. Simpática sin ser confianzuda, interesante pero no amenazadora, jamás saco a relucir chistes internos o antiguos apodos en su presencia, ni abuso de las anécdotas entre mi amigo y yo de épocas en las que ella no existía. Por supuesto, cuando me toca ser a mí la novia, con las amigas mujeres de mi chico soy mucho menos comprensiva. En un tiempo lejano, yo misma fui una enamorada secreta agazapada bajo el disfraz de la mejor amiga, y esto hace que desconfíe de todas -hasta de la que parece tan inocente- al menos hasta comprobar lo contrario.
V
Sin embargo, tener novio y mejor amigo al mismo tiempo no es tarea fácil. Hay un balance delicado que mantener, y además -inútil empeñarse en convencerlo de otra cosa– existe un momento inexorable en el que el novio afirmará de nuestro amigo: “este te quiere coger”. Pero, por lo general, ésta termina siendo una cuestión más relacionada con el espíritu de competencia masculino que con hechos empíricamente verificables, y con el tiempo he descubierto que, ante esta situación (como ante tantas otras), la mejor actitud a adoptar es la de una plácida indolencia.

Inspirado en Betty C. y sus comentaristas

miércoles, 1 de agosto de 2007

Frivolidad


I
Mi madre y yo somos muy distintas. Mi madre no mira televisión, no lee revistas de chismes, elige la ropa exclusivamente por su calidad, grado de practicidad y duración, y nunca, jamás, sabrá quién es Paris Hilton. Con una inteligencia práctica notable, es la mujer menos frívola que conocí en mi vida. Su madre, en cambio, podría integrar la lista de las mujeres más superficiales. Mi abuela vive una existencia vicaria a través del televisor y la revista Caras, y es dueña de una enorme colección de zapatos y carteras que apenas usa y nunca me dejó tocar. Yo, quiero creer, estoy a mitad de camino entre las dos: un saludable punto medio.

II
Una consecuencia de la falta de frivolidad de mi madre es que no tiene amigas íntimas. Las mujeres construimos nuestra relación con otras mujeres en base a detalles que mi madre no maneja, o desconoce por completo. Esa es, creo, una de las razones por las que, a lo largo de su vida, no ha conservado amistades del tipo simbiótico enfermizo como las que, por ejemplo, sí acredita su propia hermana. Con las amigas que tiene, mi madre se ve obligada a hablar de cosas serias, es decir, de dramas: muertes, enfermedades, separaciones, traumas. Y nunca desde el costado malvado y divertido que usamos el resto de nosotras para relativizar y reírnos un poco con la desgracia ajena.

III
Quizás por eso, siempre contempló con extrañeza el hecho de que, a pesar de haberla visto dos horas atrás, yo sea perfectamente capaz pasar otras dos horas hablando con la Dra. por teléfono. O que pueda sentir la obligación moral de acompañar a A. a elegir una alfombra para su casa sólo porque ella me lo pidió, o que atienda con total naturalidad un llamado de la Tía a las cinco de la mañana. Si embargo, con el correr de los años mi madre fue entendiendo a través mío la importancia que tienen las amigas en momentos complicados. Vio, por ejemplo, cómo E. me acompañó a un examen que me aterraba dar sola, o cómo, al día siguiente de que corté con Ex, la Dra. sacó dos pasajes para irnos juntas a Mar del Plata.

IV
Por suerte, ya desde hace un tiempo, el estilo de mi madre se ha suavizado bastante: ahora me convoca como asesora de vestuario cada vez que tiene un evento social, e incluso podemos conversar de cosas intrascendentes sin que se ponga nerviosa. Y, lo más importante, comprende y se angustia a la par mío cuando, por ejemplo, le cuento que la Dra. está triste y no puedo hacer mucho para consolarla. Creo que, a esta altura, a mi madre no le puedo pedir mucho más: como le gusta repetir a mi psicóloga, los estilos no se cambian.