jueves, 25 de octubre de 2007

Incomprensión


I
No sé exactamente cuándo empecé a usar el humor como herramienta para enfrentar al mundo, pero sé que fue desde muy chica. En ese entonces, no era exactamente la más popular del curso. Era más bien un pequeño monstruo que tenía una respuesta rápida para todo. Como aprendí a leer antes de que enseñaran en la escuela, tenía poco en común con la gente de mi edad. Mis chistes también estaban desfasados: hacía reír a mi padre y a los amigos de mi padre que venían de visita, pero nunca lograba hacer reír al compañerito que me gustaba.
II
Para consolarme, me decía que con el tiempo todo cambiaría. Cuando todos fuésemos grandes, mis chistes al fin serían apreciados por mis contemporáneos. Y así sucedió. A medida que crecía, me iba amoldando de a poco a la vida social de la gente de mi edad. Durante gran parte del secundario integré grupo más grande del curso y mis ocurrencias eran festejadas con cierta frecuencia. Ayudó el hecho de que dejé de pasar los recreos escondida en un rincón del patio detrás de las tapas de algún libro .
III
Pero entonces me di cuenta de que no es lo mismo. Entendían mis chistes, pero no era suficiente. Si bien para una mujer suele ser imprescindible que el varón que le interesa se muestre ocurrente y sepa reírse de sí mismo, una chica graciosa no resulta sexy. Para ser considerada atractiva, hay que estar buena: la comicidad vendría a ser una especie de bonus track.
IV
Sin embargo, como un tic rebelde del que no me puedo desprender, sigo usando el humor como primer recurso para seducir. A veces me doy cuenta de que alguien me gusta sólo porque noto que, al encontrarme con él, comienzo a hacer chistes de manera casi automática. A veces funciona, otras no. Aunque hay algo seguro: desde mis seis años hasta el día de hoy, en escencia he cambiado muy poco. Aún no decidí si esto es bueno o es malo. Pero ésa ya es otra historia...

sábado, 6 de octubre de 2007

Problemas


I
Además de compartir lo que comparten los amigos(pareceres sobre literatura, música, la performance de los argentinos en la NBA) L. y yo, somos, podría decirse, secuaces: Batman y Robin, Hermione y Harry, Gárgamel y Azrael, la Chilindrina y el Chavo. No importa la idea descabellada que se me ocurra, él dirá: “dale para adelante, yo te ayudo”. Si el pibe con quien salí muestra la hilacha en repetidas oportunidades, L. será quien enuncie el tradicional “no te merece”. Y viceversa.

II
L. no tiene hermanas, sino dos barbudos y tatuados hermanos varones. Quizás sea este hecho (cuyas consecuencias ya fueron exploradas aquí) el que lo llevó a coleccionar amigas desde la adolescencia. Condiciones no le faltan: L. sabe escuchar, y muestra una sensibilidad mayor a la del muchacho argentino promedio. Pero a pesar de tantas expediciones a zonas del alma femenina vedadas a la mayoría de los de su especie, cuando aparece una mujer para él, L. se transforma, pierde el mapa y olvida por completo todo lo aprendido.

III
El lunes al mediodía L. me llama por teléfono. Mientras lo saludo calculo que me quedan exactamente cuarenta minutos para secarme el cabello, prepararme algo de almuerzo, comer y vestirme antes de ir a trabajar. El, en cambio, está en su casa con parte de enfermo y tiene todo el tiempo del mundo para contarme las novedades del fin de semana con su chica. Porque hace un par de meses, después de una temporada de soledad y melancolía, L. encontró el amor.

IV
Como sabía que no se sentía bien de salud, le pregunto a L. cómo está y me cuenta que mucho mejor, que ella pasó todo el fin de semana cuidándolo. Que la chica que en un principio se mostraba inconquistable, ahora le dice palabras dignas de una Andrea del Boca mucho más joven, bonita y punkie. Entonces todo maravilloso, digo yo mientras dispongo paralelamente dos milanesas de soja sobre la plancha.
-No tanto, dice él: necesito ayuda. Estoy desesperado.

V
Resulta que el domingo por la tarde, cuando finalizaba del Fin de Semana del Amor, la chica le dice “no sé qué me pasa”.
-Dice que está mal, que es rara, que tiene problemas, que si quiero dejarla ella entiende -me explica L.- que va a sufrir pero va a saber comprender. Y yo no entiendo nada: Alice, explicame qué le pasa –me dice– la llamo, le mando mensajes de texto para ver qué siente, qué es lo que tiene, y ella me vuelve a contestar lo mismo.
-¿Todavía te quiere?
-Sí, hasta dice que me ama.
Mientras sostengo el teléfono entre la oreja y el hombro, e intento un complicado movimiento de muñeca para maniobrar el cepillo de brushing, le digo que no se haga problema, que la cosa no es con él, que el motivo puede ser cualquiera, una hormona mal acomodada, o algo así.
–No preguntes tanto, ya se le va a pasar sola, le digo, y me disculpo por tener que irme tan rápido.
De todos modos llego al trabajo tarde y sin almorzar.

VI
La noche siguiente, mi amigo llama. Se lo escucha entusiasmado:
-Tenías razón -me dice- Hoy apareció de lo más cariñosa, como si no hubiera pasado nada.
-Te lo dije, respondo, agrandadísima por mis habilidades de percepción a distancia.
-Pero no entiendo, Alice ¿Esto siempre es así? ¿Tengo que vivir con esta incertidumbre?
-Esto no es nada. Podemos ser mucho más ciclotímicas.
-No creo poder soportarlo, dice él.
-Es esto o estar solo. Y cuando estás solo te deprimís, te ponés de malhumor. Prefiero aguantarte en este estado, digo.
Se hace un silencio. El dice:
-Entonces tengo un problema, ¿no?
-Sí. Por suerte, estás en problemas.