domingo, 23 de diciembre de 2007

Inolvidable


“El tiempo no es un doctor (…) El tiempo sólo te cura lo que no importa ya”
Enrique Bunbury, Un bastón para tu corazón
I
El Ex tiene novia nueva. Me acabo de enterar. Yo no quería saber, pero la única de mis amigas que vive en el pueblo me lo tiró por msn. Encima la conozco, a la nueva. No sé si eso es mejor o peor. Busco en mi disco rígido cualquier información que pueda haber acumulado sobre ella en los años que pasé en el pueblo y encuentro: es gorda. A menos que haya adelgazado mínimo diez kilos, es gorda-gorda. Si mal no recuerdo, también es fea. Debe seguir siendo más o menos fea: para eso no hay mucho que hacer. También recuerdo que es buena mina. Y que la familia de él y la de ella son muy amigas. Que sus padres trabajan juntos. Que viven a dos cuadras de distancia. Que son fanáticos del mismo equipo de básquet. Todo cierra perfecto. La vida del Ex está arreglada para siempre.
II
Pero tengo que enterarme justo hoy, que lo pasé oscilante entre el espanto de ver la rutina de las parejas discutiendo por estúpidos regalos navideños y la nostalgia de no tener un muchacho con quién decidir qué le compramos a tu mamá, qué llevamos a lo de mis viejos, a casa de los amigos de quién vamos después de las doce. Seguramente la familia de ella y la de él pasarán las fiestas juntos, en la quinta de ella, y todos brindarán a las doce por la feliz pareja. Me cuesta imaginar al Ex ahí, con sus fobias, en medio de lo que desde afuera tiene toda la pinta de un matrimonio por conveniencia, soportando tranquilo toda esa presión. Por más que él la quiera: no lo veo en una relación en la que no haya, al menos, cariño, y estoy segura de que ella es una chica querible.
III
De todos modos, el shock persiste: que él sea de los dos el primero en volver a ponerse de novio es, para mí, inesperado. Mi primer pensamiento mezquino fue: si sale con ésta mis acciones bajan, si estuviera con una diosa entro en la categoría diosas-que-salieron-con-el-Ex; pero ahora a los ojos del pueblo voy a ser un poquito más gorda, más deslucida, más parecida a la imagen del colegio secundario que habrá quedado de mí que a ésta (más sofisticada, más estilizada, más linda) que creo ser hoy.
IV
Hay algo más: que tenga novia nueva me hace pensar que debió hablar de mí con ella, que ya me convertí en el relato de la relación anterior, el resumen que se cuenta a la pareja siguiente, la exageración de los defectos, la atenuación de las virtudes, la enumeración de condiciones que motivaron la ruptura. Soy un fragmento del discurso amoroso, mientras él todavía pertenece para mí al presente continuo. El es, todavía, el Ex. Si se pelea con ésta, y no se casan ni –como imagino– se van a vivir a la quinta a regar plantas y criar perros (aunque el Ex odia a los perros), yo ya no seré la Ex. Quedaré todavía más lejos en el pasado. Seré todavía un poco más olvidable, algo que mi ego hoy no está en condiciones de absorber.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Distinción

I
Me encanta la ropa. Lo único que me impide convertime en una fashionista extrema es, simplemente, mi presupuesto. Soy una de esas personas que combina la ropa interior con la exterior, aunque la de abajo no vaya a ser vista por nadie más que por mí. Prefiero que los vecinos de mi edificio me vean salir de casa en camilla y con los pies para adelante antes que ser sorprendida en jogging yendo a hacer las compras. No comprendo la elegancia del atuendo deportivo: si voy al gimnasio, recorro las cuadras que me separan de éste a velocidad de correcaminos.
II
Sin embargo, el proto fascismo que ejerzo conmigo misma no suelo trasladarlo a las personas del sexo opuesto. Es más: siempre me produjo un cierto rechazo el hombre que presta demasiada atención a su aspecto físico, vestuario incluido. Esta es una curiosidad que aún no consigo desentrañar. De hecho, en el último tiempo descubrí que, entre los hombres que me gustaron, o de los que me enamoré, hay un elemento común: podría decirse, una tendencia.
III
T. se vestía como un asesino serial: aunque nunca hiciera suficiente frío, usaba una parka color caqui con capucha de piel que, como le quedaba demasiado grande, lo hacía ver flacucho y desvalido, además de peligroso. Cuando se quitaba el traje que usaba para trabajar, A. se ponía una de las remeras azul desteñido que atesoraba individualmente, aunque todas fuesen exactas. Mi Ex (El Ex, ya saben) era, directamente, una catástrofe ambulante del estilo: sospeché que estaba enamorada el día en que bajó a abrirme la puerta de su edificio vestido con uno de esos piyamas invernales con pequeños motivos estampados en marrón y puños anchos al tono. El pálpito se confirmó al notar que el pantalón le quedaba corto en la bocamanga, y que mis sentimientos no disminuían.
IV
De todos modos, yo nunca dejé de vestirme como a mí me gusta para adaptarme, ni traté de inculcar a nadie un modo de vestir. No creo en las parejas que andan por la vida vestidas de mellizos. Me provoca repulsión esa gente que suele verse los fines de semana ataviada con la versión femenina/masculina de la misma prenda: idéntica campera matelassé verde seco, la camisita en rosa o en celeste de falso estilo campestre, mocasines de la misma marca. Ni hablar de los que los domingos se calzan el mismo modelo de zapatilla high tech, cuando el único ejercicio que hicieron es caminata hasta la parrilla en busca de más chinchulines.
V
Con el paso del tiempo, una podría pensar que los gustos se refinan. Pero oh sorpresa. Hará un mes, caí víctima de un enamoramiento fulminante con un hombre al que no he vuelto a ver, y que –sin ser un hippie, un punk, o un adolescente en plena rebelión– se apareció en una reunión social de adultos con un pulóver con dos agujeros en la espalda. El ejemplo más reciente pertenece a la semana pasada, cuando asistí a una primera cita en una noche bastante calurosa. Al encontrarme con el muchacho en la esquina pactada, descubrí con horror que éste llevaba puesta una combinación de musculosa, pantalón cargo, sandalias, y riñonera (sí señora: ri-ño-ne-ra). Sentí entonces que por fin había encontrado mi límite. Y sin embargo, aunque el impacto inicial tardó en esfumarse, cuando me despedí de él en la puerta de casa ya se había disipado. Quedan advertidos: a este paso, mi próxima conquista será un fenómeno de circo. Yo, por supuesto, seguiré impecable.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Enumeración

I
Una tarde, días atrás, mi amigo L. vino a tomar la merienda a casa. Mientras le reportaba el panorama o debería decir el páramo de mi vida sentimental, con la actualización del estado de todos los prospectos (éste es aburridísimo, aquél tiene novia, este otro habla de dinero todo el tiempo, el de más allá desapareció de la faz de la Tierra) él lanzó, espontánea, esta pregunta:
-¿Pero cómo puede ser, Alice, que te cruces con tantos pelotudos?
- Será que me tengo que cruzar con diez pelotudos para que el número once no lo sea, contesté , sin meditarlo un segundo.
II
Yo misma me sorprendí por no haberle dado la respuesta que podría haber dado en otra época de mi vida: claro L., tenés razón, estoy haciendo todo mal, elijo horriblemente y encima ya no hay hombres, qué voy a hacer; me voy a quedar sola para siempre hablándole al espejo con un gato en brazos como esa pobre chica de la publicidad de Wiskas.
No señor, no dije ninguna de esas cosas.
III
Esta novedad puede tener más de un causa: primera, que las arengas de mi psicoanalista –que insiste con que estoy mucho mejor y más rubia y más alta y mucho menos fóbica que antes- funcionan.
Segunda, que vivo en un estado de autoengaño permanente para no sufrir y que, simplemente, el número once no existe: todos los hombres con los que me cruzaré de aquí en adelante serán, infaliblemente, unos pelotudos.
Tercera: no tengo tercera. Tengo sólo estas dos.
IV
¿Será así como dicen? ¿Habrá que besar muchos sapos para que uno de ellos por fin se convierta en príncipe? Excepto que yo creo que el príncipe azul destiñe, y tengo una relación de fascinación-odio con el cuento de Cenicienta y todas esas bobas princesas que esperan en el balcón ser rescatadas. En cambio, tengo la convicción de que, de existir tal cosa como un número once o varios números onces posibles allí afuera, no me los voy a cruzar encerrada aquí adentro. Cuando digo aquí adentro digo en mi casa, en la comodidad de mis libros y mi música y mis cosas, por ahora no con gato porque odio los gatos con todas mis fuerzas y el día en que sienta mínimos deseos de tener uno será el momento de hacerme internar. Pero, decía, estar dispuesta a salir del confort de uno mismo ya es un paso importante ¿o no? Contéstenme que sí: aunque sea como a los locos…