I
En la primaria nunca me gustaba nadie. Envidiaba en secreto a esa compañera que todas las semanas anunciaba un nuevo enamoramiento y comenzaba a llenar, laboriosa, cuadernos y hojas de carpeta con los nombres de ella y del chico como si la semana anterior no le hubiera hecho saber a todo el mundo que moría de amor por otro.
II
El momento más temido para mí era ese en el que todas las chicas del curso se juntaban en un rincón del aula y empezaban a preguntar, por turno, de quién gustaba cada una. Yo no podía decir que me había encantado Bill Murray en Los Cazafantasmas (mi tía ya se había reído bastante cuando se lo dije al salir del cine) o que estaba enamorada del hijo de un amigo de mis viejos que tenía diecinueve y al que seguía con la persistencia de un cachorro de cocker. No podía. Había que decir que te gustaba uno del grado o uno dos o tres años mayor, pero que, al menos, fuera al mismo colegio. A Bill Murray no lo conocía nadie.
III
Llegaba ese momento y yo tenía decir algo. No podía decir siempre no. Debía elegir a uno. Entonces elegía al que me parecía más serio, más misterioso, o a un tímido: uno al que cuando se enterara (alguien siempre le iba con el chisme) no se le fuera a ocurrir la descabellada idea de querer ponerse de novio conmigo. Porque yo sabía que a los nueve años la gente no puede besarse o tener sexo como en las películas y entonces no entendía qué tenía de distinto un novio a tener un amigo varón. Y varones había en mi casa, siempre había muchos, hermanos y amigos de hermanos, esas cosas molestas que se tiraban en picado desde la cama cucheta y jugaban a arrojarse objetos a toda hora.
IV
Rara vez –pero alguna vez pasó– miraba a mi alrededor en el aula o en el patio de la escuela y encontraba a uno que de verdad me gustaba. Un pibe que nunca era el lindo, ni el gracioso, ni el mejor alumno, ni tenía la mejor cartuchera del curso, pero yo -mi mirada– lo convertía, al menos por un tiempo, en alguien especial. Pasaba poco, pero alguna vez pasó.
V
Desde tercer grado hasta ahora el mundo de las relaciones ha cambiado bastante, pero hoy me sigue pareciendo tan difícil como entonces. Por eso me da cierta impotencia o bronca, o más bien lástima o, mejor, una especie de frustración, cuando al fin me fijo en alguien y ese mismo no gusta de mí. Aunque no sea culpa de nadie. Aunque, por otra parte, si la atracción o el amor son algo tan raro, por qué pensar que justo ese sí. Que justo ese que mirás también te mira y detecta, intuye, sabe, lo maravillosa que podés llegar a ser. Parece demasiada casualidad. Aunque a veces pase.
En la primaria nunca me gustaba nadie. Envidiaba en secreto a esa compañera que todas las semanas anunciaba un nuevo enamoramiento y comenzaba a llenar, laboriosa, cuadernos y hojas de carpeta con los nombres de ella y del chico como si la semana anterior no le hubiera hecho saber a todo el mundo que moría de amor por otro.
II
El momento más temido para mí era ese en el que todas las chicas del curso se juntaban en un rincón del aula y empezaban a preguntar, por turno, de quién gustaba cada una. Yo no podía decir que me había encantado Bill Murray en Los Cazafantasmas (mi tía ya se había reído bastante cuando se lo dije al salir del cine) o que estaba enamorada del hijo de un amigo de mis viejos que tenía diecinueve y al que seguía con la persistencia de un cachorro de cocker. No podía. Había que decir que te gustaba uno del grado o uno dos o tres años mayor, pero que, al menos, fuera al mismo colegio. A Bill Murray no lo conocía nadie.
III
Llegaba ese momento y yo tenía decir algo. No podía decir siempre no. Debía elegir a uno. Entonces elegía al que me parecía más serio, más misterioso, o a un tímido: uno al que cuando se enterara (alguien siempre le iba con el chisme) no se le fuera a ocurrir la descabellada idea de querer ponerse de novio conmigo. Porque yo sabía que a los nueve años la gente no puede besarse o tener sexo como en las películas y entonces no entendía qué tenía de distinto un novio a tener un amigo varón. Y varones había en mi casa, siempre había muchos, hermanos y amigos de hermanos, esas cosas molestas que se tiraban en picado desde la cama cucheta y jugaban a arrojarse objetos a toda hora.
IV
Rara vez –pero alguna vez pasó– miraba a mi alrededor en el aula o en el patio de la escuela y encontraba a uno que de verdad me gustaba. Un pibe que nunca era el lindo, ni el gracioso, ni el mejor alumno, ni tenía la mejor cartuchera del curso, pero yo -mi mirada– lo convertía, al menos por un tiempo, en alguien especial. Pasaba poco, pero alguna vez pasó.
V
Desde tercer grado hasta ahora el mundo de las relaciones ha cambiado bastante, pero hoy me sigue pareciendo tan difícil como entonces. Por eso me da cierta impotencia o bronca, o más bien lástima o, mejor, una especie de frustración, cuando al fin me fijo en alguien y ese mismo no gusta de mí. Aunque no sea culpa de nadie. Aunque, por otra parte, si la atracción o el amor son algo tan raro, por qué pensar que justo ese sí. Que justo ese que mirás también te mira y detecta, intuye, sabe, lo maravillosa que podés llegar a ser. Parece demasiada casualidad. Aunque a veces pase.