domingo, 27 de julio de 2008

Aprobación

I
Cuando me dicen un piropo en la calle, un piropo guarango o uno tierno, me agarra un ataque de risa. Por lo ridículo de la situación, por el ingenio del piropo en sí, o porque me da vergüenza. Hago todo el esfuerzo por disimular pero, a la media cuadra, de tanto contenerla, me sube desde el estómago una carcajada. Tampoco sé recibir piropos o elogios en otras circunstancias. Antes me molestaban, ahora al menos los agradezco, aunque nunca termino de creerlos. Ni hablar de las cosas que se escuchan en una etapa de conquista. Siempre me escudé en el cinismo para relativizar el contenido de lo dicho en esa situación.
II
Así que ahora debería estar contenta. Este hombre no me dice nada. Las señales convencionales indican que le gusto. Me besa con dedicación contra la pared blanca de su casa blanca. Pero ni una palabra sobre la belleza de mis ojos, ni sobre la suavidad de mi pelo, ni sobre mi culo, ni sobre mi escote, ni sobre la piel de mi cuello que ahora roza con delicadeza; nada sobre mi ingenio, mi inteligencia o mi sentido del humor. Me besa apasionada y cuidadosamente, me acaricia el pelo, los brazos, la cintura, sonríe, cada tanto me pregunta si estoy bien.
III
Y estoy bien. Es un encanto, pero es mudo. No es mudo todo el tiempo. Desde el día en que nos conocimos hasta ahora llevamos bebidas unas ocho cervezas de 330 cc., una botella de agua sin gas y una con gas, dos botellas de vino tinto conservado en vasijas de roble -uno americano, el otro francés- y en ese tiempo nunca se nos agotaron los temas de conversación. Por fin estamos en su casa, a metros de su cuarto, y yo estoy inquieta. Necesito que me diga algo. Pero él no lo sabe. Lleva a cabo los rituales de cortejo en total ignorancia de toda una tradición oral de piropeadores anónimos. Actúa como si detrás suyo no hubiesen existido Shakespeare, Dolina, Héctor Larrea, Hitch, el Rey David o Cyrano de Bergerac.
IV
Muero de ganas de preguntarle por qué. Pero no puedo ser tan trivial, tan insegura. Qué le digo. -Me gusta que no me chamuyes, que no tengas un speech preparado, miento por fin con descaro. El me mira divertido, sonríe con los ojos de un chico que acaba de hacer un descubrimiento.
-Y qué tendría que decir. Dale, contame.
Nada, digo yo, cada vez más confundida, y bajo la mirada. Está bien que seas así.
Otra vez sonríe, me acaricia el pelo, me vuelve a besar. Me siento la idiota más grande del mundo. Entonces se aparta, me mira a los ojos y dice:
-Qué sexy que sos, hija de puta.
Y créase o no, no necesita decir nada más.