I
Me enamoré de P. la primera vez que lo vi. El aún no había traspasado el marco de la puerta del aula, todavía no se había sentado ni disculpado con la profesora por haber llegado tarde, y yo ya estaba completamente perdida. En las siguientes clases, mis estrategias para acercarme funcionaron. Supe casi enseguida que tenía una novia en La Plata: se habían conocido un par de años atrás en unas vacaciones y él viajaba a verla los fines de semana. En lugar de alejarme, de buscar otros compañeros para hacer el trabajo en grupo y continuar con mi vida como cualquier persona normal, en ese momento no tuve mejor idea que quedarme allí. Y convertirme en su mejor amiga.
II
Por esa época yo todavía creía que Mario Benedetti era un buen escritor y eso de “mi estrategia es entonces más directa y más simple/que un día cualquiera/no sé cómo ni con qué pretexto/por fin me necesites” sonaba convincente, adecuado y hasta emocionante. Durante el año siguiente, pues, con los consejos del señor Benedetti, me dediqué a hacerme imprescindible. Hasta me hice amiga de su mejor amigo, un sujeto desagradable que estaba de novio con una maestra jardinera alta y bonita, pero atendía a varias amantes entre clase y clase en algún hotel alojamiento vecino a la facultad. Mientras tanto, P. y yo pasábamos el tiempo en algún bar cercano, o en su casa, o en el cine, o en cualquier parte donde él decidiera que teníamos que ir, porque yo, a esa altura, había perdido por completo la capacidad de discernimiento.
III
La novia de P. se llamaba Cecilia, pero todo el mundo la conocía como Juana. Su propia familia había empezado a llamarla así de chiquita, en honor a la reina de Aragón y Castilla conocida por su carácter irascible y sus bruscos cambios de temperamento. Para mí, sin embargo, Juana no era una enana demandante y eléctrica, sino todo aquello que yo no era: bailarina, delgada, grácil, novia de P. Cuando comenzaron las vacaciones de verano, aconsejada o casi obligada por mis amigas, que ya odiaban a P. a pesar de su aparente bondad, comencé unos débiles intentos por alejarme. Pero, como pasa con cualquier adicción, bastaba con un llamado suyo para que yo cayera otra vez.
IV
Cuando llegó la época de inscripciones, P. me llamó para anotarse en materias conmigo. Yo había jurado año nuevo vida nueva, así que contesté con evasivas hasta que él insistió tanto que tuve que decirle el horario y la comisión de una de las materias. A los pocos días, P. volvió a llamarme. Su voz esta vez sonaba rara: corté con Juana, me dijo, necesito verte. Mientras las piernas me temblaban, yo salí corriendo para encontrarme con un P. angustiado y lloroso que, lo había dicho por teléfono, necesitaba hablar con alguien. Aunque yo escuché que me necesitaba a mí.
V
Estaba claro que su relación estaba terminada, por lo que casi enseguida P. comenzó a sentirse mucho mejor. No estaba tan claro, en cambio, cuál sería mi lugar de ahora en más. Una cosa era escuchar sobre la enana déspota y otra muy distinta, por ejemplo, oír de la estúpida rubia teñida de la facultad con la que había terminado a los besos en la última fiesta. La semana en que empezaban las clases, P. me llamó para decirme que ese jueves no hiciera planes para después de cursar, quería llevarme a un bar irlandés que había conocido hacía poco. El jueves salimos, dijo. Yo escuché: el jueves salimos los dos solos.
VI
Fui a la facultad producida como para una fiesta. Mi remerita turquesa, mis zuecos altísimos de plataforma, mi jean preferido. Me maquillé lo más sutilmente que pude. La clase era un teórico multitudinario y aburridísimo, y en un momento P. me hizo una seña y me dijo: nos vamos ya. Nos levantamos delante de todo el mundo, dejamos a todos esos estudiantes apretujados y partimos a ese bar tan maravilloso que yo tenía que conocer.
VII
P. me trajo una cerveza artesanal para que probara y nos acomodamos en un rincón. La banda en vivo tocaba covers de U2. Me dijo que se había dado cuenta de que yo no quería anotarme con él en las materias. Yo no me atreví a decirle que sí, así que respondí que nada que ver. Seguimos tomando cerveza como si nada, mientras yo pensaba que había dejado pasar el momento adecuado. Pero enseguida supe que de todos modos ya era demasiado tarde, y que nunca habría lugar y momento adecuado para lo que yo tenía que decir, así que junté valor y hablé. Le dije que era cierto que no había querido anotarme con él, y después le dije todo lo demás.
Me enamoré de P. la primera vez que lo vi. El aún no había traspasado el marco de la puerta del aula, todavía no se había sentado ni disculpado con la profesora por haber llegado tarde, y yo ya estaba completamente perdida. En las siguientes clases, mis estrategias para acercarme funcionaron. Supe casi enseguida que tenía una novia en La Plata: se habían conocido un par de años atrás en unas vacaciones y él viajaba a verla los fines de semana. En lugar de alejarme, de buscar otros compañeros para hacer el trabajo en grupo y continuar con mi vida como cualquier persona normal, en ese momento no tuve mejor idea que quedarme allí. Y convertirme en su mejor amiga.
II
Por esa época yo todavía creía que Mario Benedetti era un buen escritor y eso de “mi estrategia es entonces más directa y más simple/que un día cualquiera/no sé cómo ni con qué pretexto/por fin me necesites” sonaba convincente, adecuado y hasta emocionante. Durante el año siguiente, pues, con los consejos del señor Benedetti, me dediqué a hacerme imprescindible. Hasta me hice amiga de su mejor amigo, un sujeto desagradable que estaba de novio con una maestra jardinera alta y bonita, pero atendía a varias amantes entre clase y clase en algún hotel alojamiento vecino a la facultad. Mientras tanto, P. y yo pasábamos el tiempo en algún bar cercano, o en su casa, o en el cine, o en cualquier parte donde él decidiera que teníamos que ir, porque yo, a esa altura, había perdido por completo la capacidad de discernimiento.
III
La novia de P. se llamaba Cecilia, pero todo el mundo la conocía como Juana. Su propia familia había empezado a llamarla así de chiquita, en honor a la reina de Aragón y Castilla conocida por su carácter irascible y sus bruscos cambios de temperamento. Para mí, sin embargo, Juana no era una enana demandante y eléctrica, sino todo aquello que yo no era: bailarina, delgada, grácil, novia de P. Cuando comenzaron las vacaciones de verano, aconsejada o casi obligada por mis amigas, que ya odiaban a P. a pesar de su aparente bondad, comencé unos débiles intentos por alejarme. Pero, como pasa con cualquier adicción, bastaba con un llamado suyo para que yo cayera otra vez.
IV
Cuando llegó la época de inscripciones, P. me llamó para anotarse en materias conmigo. Yo había jurado año nuevo vida nueva, así que contesté con evasivas hasta que él insistió tanto que tuve que decirle el horario y la comisión de una de las materias. A los pocos días, P. volvió a llamarme. Su voz esta vez sonaba rara: corté con Juana, me dijo, necesito verte. Mientras las piernas me temblaban, yo salí corriendo para encontrarme con un P. angustiado y lloroso que, lo había dicho por teléfono, necesitaba hablar con alguien. Aunque yo escuché que me necesitaba a mí.
V
Estaba claro que su relación estaba terminada, por lo que casi enseguida P. comenzó a sentirse mucho mejor. No estaba tan claro, en cambio, cuál sería mi lugar de ahora en más. Una cosa era escuchar sobre la enana déspota y otra muy distinta, por ejemplo, oír de la estúpida rubia teñida de la facultad con la que había terminado a los besos en la última fiesta. La semana en que empezaban las clases, P. me llamó para decirme que ese jueves no hiciera planes para después de cursar, quería llevarme a un bar irlandés que había conocido hacía poco. El jueves salimos, dijo. Yo escuché: el jueves salimos los dos solos.
VI
Fui a la facultad producida como para una fiesta. Mi remerita turquesa, mis zuecos altísimos de plataforma, mi jean preferido. Me maquillé lo más sutilmente que pude. La clase era un teórico multitudinario y aburridísimo, y en un momento P. me hizo una seña y me dijo: nos vamos ya. Nos levantamos delante de todo el mundo, dejamos a todos esos estudiantes apretujados y partimos a ese bar tan maravilloso que yo tenía que conocer.
VII
P. me trajo una cerveza artesanal para que probara y nos acomodamos en un rincón. La banda en vivo tocaba covers de U2. Me dijo que se había dado cuenta de que yo no quería anotarme con él en las materias. Yo no me atreví a decirle que sí, así que respondí que nada que ver. Seguimos tomando cerveza como si nada, mientras yo pensaba que había dejado pasar el momento adecuado. Pero enseguida supe que de todos modos ya era demasiado tarde, y que nunca habría lugar y momento adecuado para lo que yo tenía que decir, así que junté valor y hablé. Le dije que era cierto que no había querido anotarme con él, y después le dije todo lo demás.
VIII
El me abrazó un rato largo, dijo muchas veces “soy un boludo”. Me acuerdo de que en un momento yo empecé a llorar y creo que él también lloró un poco. También me acuerdo de que después nos fuimos del bar y empezamos a caminar y mientras íbamos por la Nueve de Julio se rompió la tira de mi sandalia negra de plataforma, pero que en lugar de tomar un taxi seguimos caminando -yo rengueaba y él me llevaba del brazo- las treinta o cuarenta cuadras que separan el microcentro de mi casa. Al llegar a la puerta, él evitó mirarme a los ojos cuando me dijo: “Sabés que si no pasó hasta ahora, es porque nunca va a pasar”.
IX
Demasiado alterada como para procesar la última frase, entré y llamé a mis amigas, que estarían esperando novedades. Sentía que acababa de hacer algo tremendo. A pesar de que en el fondo había sabido siempre cuál era la respuesta, me había lanzado sola al abismo, me había tirado al vacío sin paracaídas, me había golpeado voluntariamente la cabeza contra las piedras y había sobrevivido. Me sentía fuerte, poderosa. Soy inmortal, chicas, les dije cuando me atendieron el teléfono medio dormidas a las cuatro de la mañana. Sentía que, de allí en más, en materia de amor nada peor me podría pasarme. De alguna manera -aunque no exactamente de la manera en que yo creía en ese momento- tenía razón.
El me abrazó un rato largo, dijo muchas veces “soy un boludo”. Me acuerdo de que en un momento yo empecé a llorar y creo que él también lloró un poco. También me acuerdo de que después nos fuimos del bar y empezamos a caminar y mientras íbamos por la Nueve de Julio se rompió la tira de mi sandalia negra de plataforma, pero que en lugar de tomar un taxi seguimos caminando -yo rengueaba y él me llevaba del brazo- las treinta o cuarenta cuadras que separan el microcentro de mi casa. Al llegar a la puerta, él evitó mirarme a los ojos cuando me dijo: “Sabés que si no pasó hasta ahora, es porque nunca va a pasar”.
IX
Demasiado alterada como para procesar la última frase, entré y llamé a mis amigas, que estarían esperando novedades. Sentía que acababa de hacer algo tremendo. A pesar de que en el fondo había sabido siempre cuál era la respuesta, me había lanzado sola al abismo, me había tirado al vacío sin paracaídas, me había golpeado voluntariamente la cabeza contra las piedras y había sobrevivido. Me sentía fuerte, poderosa. Soy inmortal, chicas, les dije cuando me atendieron el teléfono medio dormidas a las cuatro de la mañana. Sentía que, de allí en más, en materia de amor nada peor me podría pasarme. De alguna manera -aunque no exactamente de la manera en que yo creía en ese momento- tenía razón.
11 comentarios:
Triste y muy bien contado. Pero que vas a hacer, Alicia, a todos nos pasa.
Y a otros les pasa con nosotros.
Amamos y no somos amados. Somos amados y no amamos.
Pero de tanto en tanto, se produce el ¡click!
Entonces nos damos cuenta que todo valió la pena.
no hay que ser amigo/a de alguien que quisieras tener como pareja. Rara vez la estrategia de "me hago el amigo y después cañazo" funciona.
a mi hacerme "la amiga cool" a veces, me funcionoooo!! de ahi en mas, si fue un gran amor o si fue solo amistad y simpatia desperdiciada y un gasto de energia y de telefono innecesarios, es tema de otro blog, pero... lo que llamamos "amor" toma forma desde distintos lugares... desprendido de una amistad...??? que se yo, es una buena opcion, sobre todo si escuchamos a mi papá... zorro y viejo, que siempre me dijo: "Caro, en la amistad que existe entre un hombre y una mujer, flota siempre en el aire el cadaver del amor" poeta el muchacho, me salio...
Crab,
gracias. Triste? y...en su momento, allá lejos, sí.
Enrico:
en ese momento yo era una pueblerina ingenua y quizás no lo sabía. Pero puedo asegurar que P. fue mi último amor imposible. Con excepción de Gregory Peck, ponele.
Carol:
la amistad entre el hombre y la mujer? ese es tema para posts o blogs enteros....por ahora, no lo pienso tocar...
Besos,
A.
No escribis bien, escribis hermoso!
Felicitaciones ;)
Con respecto a tu historia, y bueno a todos nos han pasado cosas asi... Yo crei que solos los hombres nos hacíamos los amigos!!
Saludos!
Mario
Coincido con Crab y Mario: "Muy bien contado" y "escribis hermoso".
Más que eso....me parecio estar allí.
Y lo de la amistad entre el hombre y la mujer...que se yo. Me parece que la mayoria de las veces no funciona.
Jessica
Durísimo, yo me enteré de este jueguito hace muy poco y me quemé mal...espero haberlo aprendido...
Julian.. la sigo con vos desde el post anterior... y percibiendo que sos muy sensible, te recuerdo que:
"soldado que huye, sirve para otra guerra" a lo que agrego... hay que saber salir ileso, y lamerse las heridas, para volver a tirarse de cabeza again.
Otro tema...
No entiendo bien como funcionan estas cosas, peeeero... la gente se enamora por medio de blogs, ademas, existe la cara de novio??? como seria??
Uy, qué bien explicado todo! Qué buena historia.
Yo también estuve ahí! Es más, le regalé esa misma poesía al muchacho en sí, que no había cortado con la novia pero al que yo igualmente le conté todo, aunque no en un bar irlandés.
Saludos!
Clasico que a uno se le rompa la tira de la sandalia justo despues de la confesion...como para escena de pelicula de Meg Ryan
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