
I
La primera vez que decidí usar el freezer con un hombre estaba enamorándome de otro. Me puse de novia con T. pocos días antes de hacer con la Dra. y amigas un viaje que habíamos estado planeando por meses. Esas dos semanas me sirvieron para comprender que, a pesar de mis reservas iniciales, de verdad moría por él. Tal vez haya sido por eso, porque no estaba interesada en conocer a nadie, que la última noche del viaje conocí a A.
II
Estábamos en un boliche al que habíamos decidido ir porque nos avergonzaba habernos acostado tan temprano todas las noches anteriores. Allí estaba A, oriundo de ese pueblo turístico pero, como yo, habitante de Buenos Aires el resto del año. Al poco tiempo de empezar a charlar le conté que tenía novio (creo que él preguntó), pero él no se fue a buscar a otra ni nada parecido, sino que se quedó charlando conmigo toda la noche. Al despedirnos, no sé bien por qué, quizás porque me había caído bien su actitud respetuosa y a la vez relajada, quizás por la cantidad de alcohol que había consumido mientras conversábamos, le di mi dirección de Buenos Aires y le dije que si algún día quería pasar a tomar mates, podía hacerlo.
III
Tres semanas más tarde, mientras yo preparaba un bolsito para ir a dormir lo de mi chico, sonó el timbre. Era A. Muy sorprendida, bajé, lo saludé, y le conté a dónde estaba yendo; él se ofreció a acompañarme unas cuadras. Durante el trayecto, tuve la oportunidad de mirarlo mejor y percatarme de un detalle que -aún no me explico cómo- se me había pasado por alto: A estaba muy (pero muy) fuerte.
IV
Como no me acosaba, ni me perseguía, ni tiraba indirectas, me parecía completamente idiota aclararle que no iba a engañar a mi novio con él, por ejemplo. A pesar de creerme enamorada de T, durante esas cuadras de caminata tomé una decisión que en ese momento me pareció desubicada e irracional. En lugar de descartarlo, en lugar de decirle chau que tengas una buena vida, decidí meter a A. en el freezer. Antes de abordar el taxi hacia lo de mi chico, le anoté mi dirección de e-mail y le sugerí que nos mantuviéramos en contacto por ese medio.
V
Nos enviamos algunos mails bastante inocentes hasta que él escribió “a ver cuándo salimos” y yo opté por suspender mi respuesta por tiempo indeterminado. Unos meses más tarde, el aún maravilloso pero ya inconstante T. decidió hacer un viaje a Europa por varios meses y dar por terminada nuestra relación: todo en el mismo acto. A la media hora de nuestra despedida definitiva, mis leales amigas R., E. y la Dra. se hicieron presente en casa para llorar conmigo por la abrupta pérdida.
VI
Ante ellas tres, pero un par de semanas más tarde, anuncié mi solemne decisión de descongelar a A. Desvergonzadamente, respondí el mail que permanecía en suspenso en mi bandeja de entrada desde hacía un par de meses. A. no tuvo problemas en mantener su invitación a tomar una cerveza, y salimos. Luego salimos otras tres veces. A. seguía siendo muy lindo, y cada vez me gustaba más, pero todo era muy relajado y a la tercera salida aún no había habido beso, por lo que llegué a pensar que quizás estas citas no eran verdaderas citas y él sólo estaba interesado en una amistad. Pero en la cuarta cita hubo beso, y hubo unas cuantas cosas más.
VII
Aunque mi relación con A. (a quien mis amigos, desde luego, apodaron instantáneamente “El Freezer”) no se prolongó por mucho tiempo, cuando miro atrás no me arrepiento de la experiencia que -entre otras cosas, que en este post no vienen al caso– me enseñó una importante lección sobre mí misma: descubrí que, como en el resto de los animales, dentro mío habita un saludable instinto de conservación.
Aunque mi relación con A. (a quien mis amigos, desde luego, apodaron instantáneamente “El Freezer”) no se prolongó por mucho tiempo, cuando miro atrás no me arrepiento de la experiencia que -entre otras cosas, que en este post no vienen al caso– me enseñó una importante lección sobre mí misma: descubrí que, como en el resto de los animales, dentro mío habita un saludable instinto de conservación.