
I
No sé exactamente cuándo empecé a usar el humor como herramienta para enfrentar al mundo, pero sé que fue desde muy chica. En ese entonces, no era exactamente la más popular del curso. Era más bien un pequeño monstruo que tenía una respuesta rápida para todo. Como aprendí a leer antes de que enseñaran en la escuela, tenía poco en común con la gente de mi edad. Mis chistes también estaban desfasados: hacía reír a mi padre y a los amigos de mi padre que venían de visita, pero nunca lograba hacer reír al compañerito que me gustaba.
II
Para consolarme, me decía que con el tiempo todo cambiaría. Cuando todos fuésemos grandes, mis chistes al fin serían apreciados por mis contemporáneos. Y así sucedió. A medida que crecía, me iba amoldando de a poco a la vida social de la gente de mi edad. Durante gran parte del secundario integré grupo más grande del curso y mis ocurrencias eran festejadas con cierta frecuencia. Ayudó el hecho de que dejé de pasar los recreos escondida en un rincón del patio detrás de las tapas de algún libro .
III
Pero entonces me di cuenta de que no es lo mismo. Entendían mis chistes, pero no era suficiente. Si bien para una mujer suele ser imprescindible que el varón que le interesa se muestre ocurrente y sepa reírse de sí mismo, una chica graciosa no resulta sexy. Para ser considerada atractiva, hay que estar buena: la comicidad vendría a ser una especie de bonus track.
IV
Sin embargo, como un tic rebelde del que no me puedo desprender, sigo usando el humor como primer recurso para seducir. A veces me doy cuenta de que alguien me gusta sólo porque noto que, al encontrarme con él, comienzo a hacer chistes de manera casi automática. A veces funciona, otras no. Aunque hay algo seguro: desde mis seis años hasta el día de hoy, en escencia he cambiado muy poco. Aún no decidí si esto es bueno o es malo. Pero ésa ya es otra historia...