jueves, 27 de septiembre de 2007

Conservación


I
La primera vez que decidí usar el freezer con un hombre estaba enamorándome de otro. Me puse de novia con T. pocos días antes de hacer con la Dra. y amigas un viaje que habíamos estado planeando por meses. Esas dos semanas me sirvieron para comprender que, a pesar de mis reservas iniciales, de verdad moría por él. Tal vez haya sido por eso, porque no estaba interesada en conocer a nadie, que la última noche del viaje conocí a A.
II
Estábamos en un boliche al que habíamos decidido ir porque nos avergonzaba habernos acostado tan temprano todas las noches anteriores. Allí estaba A, oriundo de ese pueblo turístico pero, como yo, habitante de Buenos Aires el resto del año. Al poco tiempo de empezar a charlar le conté que tenía novio (creo que él preguntó), pero él no se fue a buscar a otra ni nada parecido, sino que se quedó charlando conmigo toda la noche. Al despedirnos, no sé bien por qué, quizás porque me había caído bien su actitud respetuosa y a la vez relajada, quizás por la cantidad de alcohol que había consumido mientras conversábamos, le di mi dirección de Buenos Aires y le dije que si algún día quería pasar a tomar mates, podía hacerlo.
III
Tres semanas más tarde, mientras yo preparaba un bolsito para ir a dormir lo de mi chico, sonó el timbre. Era A. Muy sorprendida, bajé, lo saludé, y le conté a dónde estaba yendo; él se ofreció a acompañarme unas cuadras. Durante el trayecto, tuve la oportunidad de mirarlo mejor y percatarme de un detalle que -aún no me explico cómo- se me había pasado por alto: A estaba muy (pero muy) fuerte.
IV
Como no me acosaba, ni me perseguía, ni tiraba indirectas, me parecía completamente idiota aclararle que no iba a engañar a mi novio con él, por ejemplo. A pesar de creerme enamorada de T, durante esas cuadras de caminata tomé una decisión que en ese momento me pareció desubicada e irracional. En lugar de descartarlo, en lugar de decirle chau que tengas una buena vida, decidí meter a A. en el freezer. Antes de abordar el taxi hacia lo de mi chico, le anoté mi dirección de e-mail y le sugerí que nos mantuviéramos en contacto por ese medio.
V
Nos enviamos algunos mails bastante inocentes hasta que él escribió “a ver cuándo salimos” y yo opté por suspender mi respuesta por tiempo indeterminado. Unos meses más tarde, el aún maravilloso pero ya inconstante T. decidió hacer un viaje a Europa por varios meses y dar por terminada nuestra relación: todo en el mismo acto. A la media hora de nuestra despedida definitiva, mis leales amigas R., E. y la Dra. se hicieron presente en casa para llorar conmigo por la abrupta pérdida.
VI
Ante ellas tres, pero un par de semanas más tarde, anuncié mi solemne decisión de descongelar a A. Desvergonzadamente, respondí el mail que permanecía en suspenso en mi bandeja de entrada desde hacía un par de meses. A. no tuvo problemas en mantener su invitación a tomar una cerveza, y salimos. Luego salimos otras tres veces. A. seguía siendo muy lindo, y cada vez me gustaba más, pero todo era muy relajado y a la tercera salida aún no había habido beso, por lo que llegué a pensar que quizás estas citas no eran verdaderas citas y él sólo estaba interesado en una amistad. Pero en la cuarta cita hubo beso, y hubo unas cuantas cosas más.
VII
Aunque mi relación con A. (a quien mis amigos, desde luego, apodaron instantáneamente “El Freezer”) no se prolongó por mucho tiempo, cuando miro atrás no me arrepiento de la experiencia que -entre otras cosas, que en este post no vienen al caso– me enseñó una importante lección sobre mí misma: descubrí que, como en el resto de los animales, dentro mío habita un saludable instinto de conservación.

martes, 11 de septiembre de 2007

Circo

I
Cuando mi hermano pequeño era verdaderamente pequeño, y no el muchachote enorme que es hoy, mi mamá lo llevó al Circo de Moscú. A los cinco años, Hermanito presenciaba un espectáculo circense por primera vez, y cuando vio salir a los osos amaestrados, acompañados por unos señores vestidos de gala que los hacían ponerse en dos patas y bailar, él –que ya entonces era un niño de pocas palabras, pero siempre justas– sólo les echó una mirada y dijo convencido: “estos son tipos disfrazados”. Ni mi madre –que, por alguna razón que el resto de nuestra familia no comprende, ama el circo– ni nosotros más tarde, pudimos convencer a esa criatura de que esas otras criaturas que había visto eran osos de verdad.
II

Cada tanto, Hermanito y yo tenemos conversaciones sobre su infancia. Como él es el menor y yo la mayor, los casi diez años que nos separan me convierten en una cronista privilegiada de la época en la que él era una especie de mascota de los otros cuatro. Le cuento las cosas que hacía, las que le hacíamos hacer, cómo mis hermanos usaban su cochecito como fórmula uno y cómo le enseñábamos a hacer playback con los Beatles. En una de esas charlas, le pregunté si se acordaba de los osos del circo. Hermanito me contó entonces que, a sus cinco años, él entendía que era perfectamente posible amaestrar osos para que bailaran en dos patas: simplemente no podía creer que hubiera gente capaz de someterlos a algo tan cruel.
III
Muchas veces, en el terreno amoroso sentimental yo me siento igual que Hermanito. Sé que los hombres idiotas existen, lo que no puedo creer es que me toquen a mí. Sé que hay varones que recitan en vano promesas que nadie espera oir, hombres que responden preguntas que no se les formularon y mienten al responder lo que sí se les preguntó; hombres que huyen ahogados sin que una haya decidido aún si valen la pena una segunda cita. Como hizo Hermanito en su visita al Circo, me resisto a creer en lo que ven mis ojos y caer en la explicación más sencilla: la queja de los hombres son todos idiotas son todos iguales.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Bloggers


(escrito especialmente para ser publicado aquí)

“No hay en la noche de mi desventura
Una estrellita que venga a alumbrar”
(Torre de Arena, copla popular española )
I
El tiene un blog, yo tengo un blog. Un viernes por la noche me encontré leyendo sus cosas y riéndome sola, con más ganas de conversar con él que con la gente que estaba alrededor mío. Dejé un comentario y al tiempo recibí respuesta. Comenzamos a enviarnos mails cortos: líneas de diálogo ingeniosas, observaciones sobre nada. Abandonamos nuestras identidades bloggers y -primero él, yo unos mails mas tarde- comenzamos a escribirnos desde nuestras casillas personales, con nuestros nombres verdaderos, a contarnos qué hacíamos, de dónde éramos, qué música escuchábamos, qué libros y qué comida nos gustaban. Mails cada vez más largos y más frecuentes, que respondían punto por punto al mail anterior del otro. El era gracioso, inteligente, poco pretencioso, ávido por escuchar y leer cosas nuevas. Y escribía muy bien.
II
Yo no creo en las relaciones virtuales. El mundo virtual no me termina de convencer. No me deslumbra la idea de la coincidencia mágica de los gustos, la sensibilidad y el intelecto si no existen los gestos, el olor, la sonrisa, la conexión del cuerpo, la mirada. Por primera vez desde que había cortado con mi ex, unos cinco meses atrás, me interesaba alguien. Nunca encuentro a alguien que me guste: desde el colegio que me pasa lo mismo. Y este no era real. Me molestaba la idea de estar -como ya estaba- pendiente de una persona que podía ser por completo una construcción: invento de alguien con un poco de habilidad literaria.
III
Además, ni en su blog ni en sus mails había referencias a su vida sentimental. Tampoco había habido una insinuación, ningún intento cliché por seducirme. Yo sospechaba que no estaba solo -¿alguien así podía estar solo?- y, cuando me pareció oportuno, pregunté. Habló de una ex novia por la que aún sufría y de una chica con la que "se estaba dando besos". Decepción, bronca y alivio. Ahora ya lo sabía. Los mails continuaban. Llevábamos así casi un mes, y yo creía que no era sano. Una noche, el tercer mail de ese día trajo un archivo mp3 con una canción. Una canción hermosa. Esto tiene que parar, me dije. Ahora.
IV
Ese viernes, antes de que él viajara por el fin de semana largo, le propuse suspender nuestra amistad epistolar para encontrarnos. Le di el fin de semana para que lo pensara, pero él respondió antes. Quedamos en vernos el martes siguiente. No habíamos dicho cómo éramos físicamente, no nos habíamos enviado fotos. Mi miedo mayor no era que él fuese feo, sino algo peor: un clon de Marley, no de Bob sino del conductor de la tele. De todos modos, y a pesar de los nervios, sabía que si yo no le gustaba, o él me parecía espantoso, igual íbamos a caernos bien. Eramos, de alguna forma retorcida y extraña, amigos.
V
Pero él no era Marley. Y yo, al parecer, tampoco. Me pasó a buscar por casa y fuimos a cenar por Palermo. Cuando nos echaron fuimos a otro bar. Unas cuantas copas de vino más tarde, estábamos en mi casa, en mi cama. Cuando se fue, cerca de las seis de la mañana, yo me sentía como si hubiera estado en el medio de una explosión.
VI
Quizás todo debería haber terminado allí. Los mails de él no se interrumpieron, pero se hicieron más cautelosos. Hablamos de un encuentro antes de que yo saliera de vacaciones, pero a último momento él canceló. Me fui por dos semanas y no le escribí. Cuando regresé, él volvió a proponer vernos. Encantador como es, se las arregló para dejarme plantada una vez, convencerme de vernos dos veces más, y volver a dejarme plantada. Después de la tercera, mientras me sentía la Mujer Más Tonta de la Tierra, intercambiamos mails de despedida. Él, que no quería arruinar la relación con su "alguien", y yo que había descubierto que estaba lista para una relación no virtual. Mi último mail fue sincero, algo duro y muy triste: quedarme con la última palabra nunca logra hacerme sentir mejor.
VII
Pasaron las semanas. Hace unos cuantos días, abro la caja de Pandora y vuelvo a su blog. Leo un post suyo sobre un festejo de aniversario con su chica. Me digo que no es justo: si lo virtual es mentira, si esta cosa de los blogs es sólo eso, no es justo que duela así, que duela lo mismo.